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LIMÓNOV – Emmanuel Carrére

  • Foto del escritor: José Manuel González
    José Manuel González
  • 4 nov
  • 4 Min. de lectura

Nada más terminar la lectura me puse a buscar por la red fotos, vídeos y todo tipo de comentarios sobre Eduard Veniamínovich Savenko. Limónov en español y Tout sur Limónov: une vie de légende son dos direcciones muy atractivas.


Disfruté mucho de la lectura, tanto por el protagonista como por el entorno en el que se desenvuelve. No se me ocurre hacer ninguna «crítica literaria», hay muchísimas y muy interesantes. Está la de la Ed. Anagrama, las de Silvia Bardelás,  Juan G. B., y Julián Díez  me han parecido muy interesantes.


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Hay dos párrafos que me han dado bastante que pensar, el primero tiene que ver con el periodismo en guerra, en este caso la de los Balcanes aunque sirve para cualquier otra, y es del autor. El segundo es una cita de un libro de entrevistas con Putin titulado En primera persona.


«En el fondo, los testigos de los que me fiaba y de los que pienso, al releerlos hoy, que tenía razón en fiarme de ellos, son los dos Jean: Rolin y Hatzfeld. Creo que a ninguno de los dos les gustaría ocupar en estas páginas el papel de héroe positivo. Qué le vamos a hacer. Admiro su valentía, su talento y sobre todo el hecho de que, al igual que su modelo George Orwell, prefieren la verdad a lo que les gustaría que lo fuera. No más que Limónov, tampoco fingen ignorar que la guerra es algo excitante y que no vas a ella, cuando puedes elegir, por virtud, sino por gusto. Les gusta la adrenalina y el amasijo de chalados que se encuentran en todas las líneas del frente. Los sufrimientos de las víctimas les afectan, cualquiera que sea su bando, y hasta pueden comprender hasta cierto punto los móviles de los verdugos. Sienten curiosidad por la complejidad del mundo y si observan un hecho que milita en contra de su opinión, en lugar de ocultarlo lo ponen de relieve. Así, Jean Hatzfeld, que creía por un reflejo maniqueo que había caído en una emboscada de unos francotiradores serbios decididos a cazar a un periodista, al cabo de un año de hospital volvió a Sarajevo a investigar y la conclusión de sus averiguaciones fue que los tiros que le costaron la pierna procedían, mala suerte, de milicianos bosnios. Esta honestidad me impresiona tanto más cuanto que no desemboca en el «todo es igual» que constituye la tentación de las mentes sutiles. Porque llega un momento en que hay que elegir bando, y en todo caso el lugar desde donde se observarán los acontecimientos. Durante el sitio de Sarajevo, pasado un primer tiempo en que, de un golpe de acelerador y al precio de grandes pavores, se podía disparar desde los límites de un frente al otro, la elección consistía en seguirlo desde la ciudad sitiada o desde las posiciones del asedio. Incluso para hombres tan reacios como los dos Jean a sumarse al rebaño de las buenas almas, esta elección se imponía de un modo natural: cuando hay uno más débil y otro más fuerte, consideramos quizá una cuestión de honor dejar constancia de que el más débil no es todo blanco ni el más fuerte todo negro, pero nos ponemos al lado del primero. Vamos a donde caen los obuses, no al lugar desde donde los lanzan. Cuando la situación se invierte, hay desde luego un instante en que te sorprende experimentar, como Jean Rolin, «una satisfacción innegable en la idea de que por una vez eran los serbios los que recibían en las narices todo aquello». Pero ese instante no dura, la rueda gira y si eres esa clase de hombre, te ves abocado a denunciar la parcialidad del Tribunal Internacional de La Haya, que persigue sin desmayo a los criminales de guerra serbios mientras que abandona a sus homólogos croatas a la benevolencia previsible de sus propios tribunales. O incluso haces reportajes sobre la situación horrible que viven hoy los serbios derrotados en su enclave de Kosovo. Es una regla siniestra, pero rara vez desmentida, que se intercambian los papeles entre verdugos y víctimas. Hay que adaptarse deprisa, y no asquearse con facilidad, para mantenerse al lado de las segundas.»


«No tenemos derecho a decir a ciento cincuenta millones de personas que setenta años de su vida, de la vida de sus padres y de sus abuelos, que aquello en lo que creyeron, por lo que se sacrificaron, el aire mismo que respiraban, que todo eso era una mierda. El comunismo ha hecho cosas horribles, de acuerdo, pero no era lo mismo que el nazismo. Esta equivalencia que los intelectuales occidentales exponen hoy como obvia es una ignominia. El comunismo era algo grande, heroico, hermoso, algo que confiaba en el hombre y que daba confianza en él. Había inocencia en aquella fe, y en el mundo despiadado que vino después cada cual la asocia confusamente con su infancia y con las cosas que te hacen llorar cuando respiras bocanadas de la infancia.»


Esta entrada la hice el 16 de julio de 2014 en Camín de Somonte



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